miércoles, 7 de julio de 2010

RECONOCER EL ORGULLO


El orgullo adopta muy diferentes disfraces. Si lo buscas dentro de ti, lo hallarás por todas partes. Sin embargo, cuida de no utilizar esos descubrimientos para desalentarte.

El orgullo te afecta en tu propia casa. Una mirada autocrítica a tu vida familiar revelará muchas áreas en que el orgullo la ha empobrecido y te ha llevado por un camino equivocado. Pongamos ejemplos:

•Marido que interrumpe a su esposa —o viceversa— y no escucha lo que le dice, como si sus propias opiniones fueran las únicas que merecen ser tenidas en cuenta.

•Madre que no quiere corregir a su hijo por temor a perder el afecto del niño.

•Marido que llega tarde a cenar y no avisa porque es él quien manda.

•Hijo consentido que casi nunca ayuda en nada y se queja constantemente de todo.

Más ejemplos en la vida diaria fuera del hogar:

•Estás dando vueltas en busca de aparcamiento en el centro de la ciudad, cuando alguien te corta el paso y ocupa el espacio libre que tenías delante. Te pones furioso, le increpas, te embarga una ira desproporcionada.

•Llegas a la oficina y entregas a tu secretaria el trabajo bruscamente y le das órdenes de forma desconsiderada y altiva, sin dar las gracias ni mostrarte amable.

•Eres médico o abogado, y un cliente acude a ti con un problema, y resulta ser un poco premioso, y te impacientas con él y le apabullas con la jerga médica o jurídica.

•Estás en la cola, a la espera de hacer una compra, y a una anciana que tienes delante le resulta difícil contar el dinero; te mueves con impaciencia y suspiras sonoramente con exasperación.

En la medida en que tú erradiques el orgullo de tu vida, desaparecerá de la familia y tendrá menos arraigo en tu hijo adolescente. Piensa que en una gran parte de esos ejemplos los hijos son espectadores, y es entonces cuando van formando sus criterios de conducta.

No te estoy hablando simplemente de cuidar los modales. Piensa en cuál es tu forma de pensar acerca de ti y de los demás:

•Cada vez que actúas con superioridad o humillante condescendencia para con los demás, has caído en el orgullo.

•Cuando increpas a un conductor un poco torpe, criticas a tu cónyuge o tratas a un camarero como si fuera un esclavo, agredes la dignidad de alguien que la merece toda.

•Cuando parece que disfrutas diciendo que no, porque así te das aires de mucho mando, o cuando produces actitudes serviles ante ti, degradas a esas personas y te degradas a ti mismo.

•Cuando —quizá incluso siendo pacifista— te olvidas de la paz en tu vida cotidiana, y resulta que eres peleón y encizañador en tu trabajo, intolerante con tu marido o tu mujer, excesivamente duro con tus hijos, despectivo con tu suegra, o áspero con tu portero y tus vecinos, entonces demuestras que ninguna de tus teorías para la paz del mundo tiene sitio en tu propia casa.

Son agresiones que demuestran egocentrismo, y los hijos lo ven, y lo asumen casi sin darse cuenta. Uno a uno, cada uno de estos episodios no significan gran cosa. Pero cuando el orgullo se hace fuerte en esos detalles que empiezan a acumularse, puede convertirte en un gran deseducador en la familia.

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